EL PORTÓN
Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”
Juan Rulfo
-Ahí está; desnudo y llorando como todos. Él no sabe desde cuándo anda vagando en este lugar caliente, tanteando los pasos, moviéndose apenitas. Yo creo que llegó hace unos días. Acá sopla siempre este viento feo, fuerte como el viento norte, diría yo. Es seco y pesado, ruge grueso como si saliera de una gran boca podrida que se emperrara en soplar con un ruido que asusta y desanima. Así es, porque un miedo venenoso se te va metiendo por los oídos y no sale más. La polvareda del aire te pega con este ventarrón sin pausas. El suelo duro y liso es también caliente. No hay árboles chicos ni grandes, ni plantas, ni yuyos de ninguna clase, pero tampoco hay pozos o piedras de ningún tamaño. Por lo menos desde que estoy yo, no encontré nada parecido. Todo es una sola planicie. Y capaz por eso tampoco existen los rincones para acovacharse. Acá no hay donde esconderse. Fijensé nomás, ahí está el que les digo, trae los ojos cuarteados sin dormir desde hace mucho, los tiene abiertos hasta donde puede y no es mucho lo que ve, un poco por esta arenilla picante que le azota la vista. Pero no es sólo eso, es que acá no hay luz y la oscuridad tampoco es del todo negra, no sé por qué es más bien rojiza. Eso; rojinegra sería la palabra. Y ahí anda él. Se siente mal, le duele todo, como si lo hubieran molido a garrotes. Pero, aunque no ve mucho, distingue unas figuras que se mueven, contornos, bultos como de gente desgarbada o animales grandes y flacos que deambulan en esta penumbra roja. Y así está; aguantándose el miedo. Y parece que el hombre está bastante acostumbrado a aguantar, digo yo. Y sí, es que además del viento lamentoso que suena todo el tiro, se escuchan gruñidos, gritos de tormento, llantos lastimeros que recargan el aire de este gran horno y hacen que uno lo respire. Como decir algo; nada o nadie dice nada. Desde que está acá, tampoco él escuchó una sola palabra, ni la va a escuchar, porque sólo hay quejidos, voces carnosas deformadas. Ni siquiera él pudo pronunciar nada desde que llegó. Se cansó de intentarlo, quiso preguntar qué es todo esto, qué son estas cosas que se mueven a su alrededor, a veces más lejos, a veces muy cerca hasta que lo atropellan y el susto le pone los pelos de punta, una y otra vez. Quiere hablar, pero no le sale, quiere preguntar si hay alguien que entienda algo, que le diga alguna cosa, pero no puede; y porque acá no se puede. Así nomás. Es como si las palabras se armaran en la cabeza y una vez cerca de la garganta quedaran atoradas y salieran rotas en un grito amargo y lastimero como el de una bestia que sufre. Y eso lo pone mal, lo angustia y lo desespera. Lo aflige, diría yo. Siente la cercanía de los bultos que se le van arrimando, que lo huelen y el cuero se le chupa de miedo, la carne de todo el cuerpo se le traba. Así mismo está. No sabía que se podía tener tanto miedo por tanto tiempo, y la verdad; no sé cómo la acidez que tiene no le agujerea el estómago. Acá nos pasa a todos. Ya es hora de que se entregue. Ojalá que se entregue pronto, pobre muchacho, le vendría bien no tener esperanzas porque no se van a cumplir, digo yo. Acá, de todo lo que hay, la esperanza es la peor tortura. Trae la quijada dura y la boca como un ladrillo bayo; como si el miedo y el calor le hubieran secado hasta la última gota de su saliva. Se toca los labios estropeados, fijensé, ¿ven? Siente sed y parece que a veces se acuerda de su mamá y llora. Llora como puede. Me da pena el pobre infeliz. Yo ya no le tengo miedo al miedo. Estoy acá hace rato.
Pero esperen un poquito, ¿ven? Desde hace un rato, no sé. Algo está pasando, algo le pasa a éste. Miren ¿no ven o qué? Yo estuve atento y es muy raro, no sé. Porque paró de moverse. ¿Ven? Miren, fijensé nomás. Por qué se quedó tan quieto, éste…
Una pizca de un silencio que sólo él siente va mermando el tormento. Y enseguida, es como si sobre su rostro, en su boca negra y en el fondo del pecho le naciera una pequeña frescura. Como si le empezara a lloviznar por dentro. Va llegando un alivio. De a poco, aquél condenado para la oreja porque cree que escucha algo, es eso. Cierra los ojos bien apretados, quita sus manos de encima de las orejas y atiende, escucha; porque ahora algo escucha; primero son murmullos lejanos y al final son palabras, tienen sentido, esta vez no son sus propias ideas, son voces de mujeres que lo han estado buscando y llegan por él. Interceden por él. Lo sabe y lo siente porque comienza a tener algo parecido a la calma, al consuelo. Y una paz le va creciendo.
-Dale Señor el descanso eterno
-Que la luz perpetua lo ilumine
-Que descanse en paz
-Que así sea.
Zdzisław Beksiński (Sin título)



Comentarios
Publicar un comentario