EL ESPERADOR

"Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas…” 
 J. Rulfo 


Ya no voy a volver a caminar. Hace un año tuve un accidente en moto en el que casi paso al otro lado. Estoy vivo y me estoy recuperando bastante rápido; eso es más que suficiente para mí. El resto es cuestión de acomodarse. Mientras tanto; paciencia. No me sale el plagueo o la queja constante. Tirarme al suelo a lamer mis heridas me hace mal. No nos criaron así en casa. El lamento no sirve para casi nada. Intento ser práctico, trato de pensar con calma, si puedo solucionar algo; le busco la vuelta y si está fuera de mi alcance, a otra cosa. Por fortuna ya se acabaron los estudios médicos y esas cirugías interminables. No tengo porqué mentir; fue todo muy rápido y difícil y muy largo también. Me costó bastante aceptar que no iba a ponerme de pie nunca más, que ya no iba a poder caminar de nuevo ni saldría otra vez de andariego, como decía mi madre no hace mucho. Pero ya está. Así las cosas. Hay quienes están peor que yo. Lo fui aceptando. Los que aún no lo aceptan son los otros; mis parientes, algunas amistades que cuando me ven ni siquiera disimulan su cara de lástima. Y cómo no los voy a entender. Tuvieron que cargar conmigo los días posteriores al accidente, con la incertidumbre de no saber qué secuelas me quedarían, esperando las peores noticias en los pasillos del hospital, sin dormir, comiendo a bocados, moviendo sus horarios, rezando a sus santos para que yo no muriera, aguantando la vela con el corazón en la boca. Si los hubieran visto al pie de la cama. Entrando a verme por turnos a la sala de terapia intensiva conectado a esos aparatos, lleno de golpes y marcas. Yo a veces estaba dormido o sedado. Pero escuchaba todo, sus llantos, sus miedos, sus esperanzas, escuchaba los informes médicos, las rondas para el diagnóstico, las pruebas de una droga nueva o la variación de las dosis para ver si respondía, las apuestas, las bromas, los suspiros sin fondo. Y así. A veces hubiera querido sentarme en esa cama y decir en voz alta: “A los que están acá por mí, les pido por favor a que se retiren, pueden irse. No se ofendan. Esto no está en sus manos, estoy bien atendido, vayan a hacer sus cosas sin culpas, les agradezco el cariño y el aguante. Voy a estar más tranquilo si me dejan sólo. Se los pido de corazón” pero no podía. No dependen de uno las preocupaciones de los otros, el olor a hospital, los medicamentos, el suero y las agujas que te acribillan la piel cuando ya no encuentran tus venas, las manos de las enfermeras manipulándote sin previo aviso, la humillación de tu desnudez, tu espalda descascarada de estar acostado por meses, no saber la hora ni el día en el que estás, si hace frío o calor, si llueve o hay sol afuera. Llegué a pensar que a veces un paciente internado tanto tiempo ya no es una persona, es una cosa en la cama que hay que mantener viva. En esos momentos uno debe aguantar y tener paciencia. Eso, cada día, todos los días en un tiempo que, como el dolor y la incomodidad, parecen no tener fin y a los que después uno se acostumbra. Pero lo peor ya pasó. Estoy en casa. Cada tres días viene una Señora a limpiar. Estoy aprendiendo a manejarme sin ayuda dentro de lo que me permite la silla de ruedas. Con el cuidado de mi salud soy muy serio. No me dejo estar. Y si les cuento esto, es sólo para que tengan una idea de donde estoy y cómo llegué a esta situación. Nada más. La primera noche en casa después que me dieron el alta, mi hermano estuvo conmigo, tiró un colchón en el piso y se quedó a dormir en mi pieza. Me conoce y me quiere. Me dijo que no me preocupe, que sólo se quedaría una vez para darle tranquilidad a la familia y que al otro día se iría y me dejaría tranquilo a mí. Le agradecí tanto. Y así comenzó todo, el mismo día que se fue mi hermano y que por fin estuve solo y en paz después de tanto tiempo. Estuve leyendo y me quedé dormido a la tardecita rendido de cansancio. Desperté a medianoche cuando sentí que alguien entraba a la pieza. Abrí los ojos y ahí lo vi; parado al pie de la cama, un poco más atrás entre el ropero y la ventana. Me miraba. Sólo me miraba fijo y se reía con su boca abierta. Un cadáver piel y hueso, desnudo y jorobado, ya bastante descompuesto, pero con los ojos vivos riéndose y mirándome a los ojos. Me quedé horrorizado. Podía verlo a sólo unos pasos. Su cara de muerto iluminada por la luz del patio que entraba por la ventana y la mitad de su cuerpo semioculto en las penumbras de la habitación. Podía escucharlo respirar con dificultad haciendo un ruido fuerte, como un estertor. Como si un suspiro ronco y sucio saliera de su mismo pecho espumoso. Me tapé la cabeza con la frazada y me quedé tan quieto y tenso que podía escuchar los latidos de mi corazón alborotado. Aun así, se oía más fuerte el ruido feo de su aliento. Nunca vi algo parecido. Sentía horror. Estuve así un largo tiempo. Asomaba mis ojos en el borde grueso de la frazada y podía verlo una y otra vez. Seguía ahí sin moverse y sin dejar de mirarme con esa risa muda y horrible. No lo estaba imaginando. Cuando al fin pude rescatarme del susto ya estaba amaneciendo. Repuesto en la mañana y tratando de convencerme de que un mal sueño había pasado, me dije que esas cosas suceden, que la enfermedad y la pasividad terminan creando delirios o alucinaciones haciendo confusa la realidad, que era mejor no asustarse y tomar algunos recaudos. La segunda noche llaveé la puerta y dejé la luz prendida. Fue un error y peor aún; esa cosa entró como si nada y yo podía verla de cuerpo entero, a toda luz riéndose muy segura del miedo que le devolvía mi cara. ¡Qué espanto por Dios! No dejaba de mirarme y reírse. Yo sentía mi sangre corriendo abombada y traía los pelos de punta mientras intentaba dar sentido a semejante pesadilla. Creo que a esas alturas me desmayé del susto. No le iba a contar a nadie. Las noches que vinieron fueron iguales. Los mismos pasos lentos, la puerta abriéndose y otra vez el mismo cuadro horrendo del cadáver cercano. En algún momento junté valor para mirarlo de frente. El miedo me hacía lagrimear y no hubo caso. El visitante siguió viniendo siempre sin hacer otra cosa que verme desde su lugar. Fueron días de mucha angustia. Con la llegada de la oscuridad una zozobra se apoderaba de mi ánimo y como si aceptara la destinación de esa presencia que venía a visitarme hacía un esfuerzo para tranquilizarme. Yo dormía de día. Comía por disciplina para seguir tomando mis medicamentos. Fui recorriendo todos los sitios de la casa para intentar dormir, pero fue inútil porque era exactamente lo mismo siempre y en todos los rincones. Una tarde, ya un poco agotado, le pedí a mi madre que rezara por mí, claro que haciendo lo posible para no alarmarla, sólo le dije que no estaba durmiendo bien y que tenía pesadillas. Al otro día vino a traerme una cruz de San Benito y dejó un rosario que colgó en la cabecera de mi cama. La cosa no cambió mucho, pero sin dudas me sentí menos turbado por aquello que me visitaba noche a noche. Fui aceptando su presencia y tal vez eso ayudó bastante. Me fui acostumbrando de a poco. Estoy mejor en casa y solo, como creen saber los que me conocen. Aquella compañía dejó de horrorizarme como las primeras veces. No sé de dónde vino ni qué quiere. No intentó hacerme daño jamás. Tal vez me siguió del hospital o me está esperando; no sé. Nunca pude pedirle que se fuera y no pienso hablarle. Eso sería el principio de la desgracia. Ahora, ya no hace falta que yo esté en la pieza. A donde quiera que vaya y me quede quieto un rato, puedo verlo de noche desde la misma distancia, suficiente para escuchar el ruido horrible de su respiración. Hace unas semanas María Sol llegó de Buenos Aires y me invitó a su casa en Lote 4. No la veía hace bastante y no pude decirle que no porque la quiero y por la confianza que nos tenemos. Me quedé a dormir ahí. A medianoche yo estaba atento, vi como ella sintió los pasos y se despertó. Vio muy asustada lo mismo que veo yo hace bastante. Le dije que no se moviera ni hiciera nada. Que aquello venía conmigo y se iría ni bien amaneciera.
Zdzisław Beksiński (sin título)

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares