E N T I E R R O
-Jorge
no dejes que me entierren. Que me quemen y que tiren mis cenizas entre las
plantas o donde sea. Hablo en serio; si me muero antes que vos, por favor
prometeme que no vas a dejar que me entierren.
- O
sea; en todo caso si te morís primero y ya estás muerta ni te vas a dar cuenta
de lo que sigue. Qué importancia tiene eso.
- No
seas pelotudo. Prometeme; prometeme que no vas a dejar que me entierren. Mirá
si no me muero bien y me entierran viva.
-
Pará un poco, Chamiga. Nadie te va a enterrar.
-
Prometeme.
-Qué
cosa
-Eso
que te estoy pidiendo por favor.
-Sí,
claro.
-No
te rías, boludo. Para mí es serio.
-
Bueno.
En el cementerio siempre
hay gente, poca gente silenciosa desparramada por todas partes durante las
visitas a sus difuntos, cambian los paños de las cruces, arreglan los
panteones, prenden velas, llevan flores. Pero durante los entierros es cuando hay
más movimiento, llegan en grupos trayendo a sus muertos y juntándose alrededor
de los pozos abiertos donde los sepultan. Pero hay días en que traen a más
muertos y los pozos hechos no son suficientes. Entonces sobre la marcha, van
haciendo otros.
Dos hombres que pisan los
cuarenta sudan sus camisas mientras cavan una tumba nueva. Las palas de punta
están filosas, canta el metal contra el caparazón de la tierra dura. Las
puntadas sin pausas buscan el fondo. Un trecho más abajo, el suelo es más
húmedo. Después de un rato los obreros sacan desde adentro las últimas paladas
de tierra olorosa recién aireada frente a la mirada de los que esperan.
Hay gente amontonada
llorando, algunos se arriman al borde del agujero, ese rectángulo en el suelo
donde quedará el cadáver que antes de morir, en otro tiempo también vino a este
mismo cementerio a acompañar el entierro de otro muerto.
Los sepultureros se
limpian el sudor de la frente con la manga de sus camisas sucias, ninguno de
los dos se quita su gorra de la cabeza transpirada. Siempre es lo mismo, no
lloran, no miran los rostros del desconsuelo, sólo hacen su trabajo.
Está hecho, dejan las
palas clavadas a un costado, con unas sogas gruesas sujetadas a las manijas del
cajón lo bajan hasta el fondo. Entonces los familiares del muerto se acercan al
borde, tiran flores y arrojan cascotes adentro del pozo. Grandes cascotones de
lodo endurecido sobre la tapa del ataúd que lo hacen tronar cuando caen.
Después, los sepultureros terminan el trabajo; cubren el pozo y se retiran.
Sobre el cajón está la tierra. Arriba y afuera, los sollozos de los otros se
van perdiendo en el silencio. Al rato, no queda nadie. Todos se van
Pero abajo, adentro del cajón; alguien se despierta de repente; intenta moverse, siente el espacio estrecho y las mortajas. Ya casi sin aire; suelta unos gritos que retumban secos y nadie los escucha. Todo lo que sigue es desesperación y oscuridad y arañando rabiosamente el ataúd desde adentro, es Jorge, que ya atorado por la falta de aire se acuerda de la promesa que hizo y que nunca pensó cumplir.
Foto: Autor desconocido



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